Servidores fieles: Pastoreando delante del Juez

1ª Corintios. 4:1-13

 

Introducción:

Al parecer en la iglesia de los corintios se había arraigado la práctica mundana de hacer comparaciones entre los pastores y predicadores que tenían. Algo que suele darse en las épocas frívolas de las iglesias cristianas.

Algunos miden el éxito de los pastores por la cantidad de feligreses que acuden a sus predicaciones, otros por el sueldo que reciben, otros por los títulos académicos o teológicos que tienen, otros por la personalidad arrolladora que posean, otros por la zona de la ciudad donde está ubicada la iglesia; y, ahora en los tiempos postmodernos, se mide por la cantidad de likes que tienen sus predicaciones en el internet.

Pero, en realidad, estas son maneras vanas, frívolas y pecaminosas de evaluar a los ministros de Dios. Por lo tanto, ahora el apóstol Pablo, continuando con su tema sobre las divisiones que se estaban presentando en la iglesia de los Corintios, instruye a la misma en cuál es la forma correcta de evaluar a los ministros, de tal manera que no caigan en divisiones y en inclinaciones pecaminosas hacia uno u otro pastor.

Por lo tanto, en este pasaje encontraremos a Pablo discurriendo sobre la verdadera naturaleza del ministerio y las marcas correctas de los siervos de Dios, lo cual evitará caer en el pecado de convertir a un pastor particular en celebridad.

Ahora Pablo explicará los principios básicos mediante los cuales los ministros tienen que ejercer su servicio a la iglesia y ser evaluados. El apóstol trata con el asunto de la actitud correcta que la iglesia debe tener hacia sus ministros, y cuál es la actitud correcta del pastor o predicador hacia sí mismo.

En pocas palabras, aquí Pablo pone al ministro de Dios en la perspectiva de Dios. Hoy estaremos viendo: Servidores fieles: Pastoreando delante del Juez.

  1. La fidelidad del ministro (v. 1-5)
  2. La humildad del ministro (v. 6-8)
  3. La humillación del ministro (v. 9-13)

 

1. La fidelidad del ministro (v. 1-5)

“Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios” (v. 1). En este pasaje el apóstol resalta, como parte de la fidelidad del ministro, su servicio y su labor como administrador de los misterios de Dios.

El apóstol inicia este capítulo diciendo: así, pues, lo cual nos conecta con el capítulo anterior, “donde Pablo exhortó a los corintios a no jactarse en los hombres, sean éstos Pablo, Apolos o Cefas. Les dijo que más bien miraran a Cristo, en quien lo poseen todo. Además, los siervos de Cristo son colegas que no están para competir unos con otros”.

Por lo tanto, todos los creyentes, y los hombres en general, deben ver a los ministros como siervos de Cristo. Aquí la palabra servidor no es diakonía, sino hyperetai, es decir, siervos bajo la autoridad de un amo. Esta palabra, originalmente, se usó para los que remaban debajo de la cubierta de un barco. En tiempos de Pablo se usó para los sirvientes domésticos.

Por lo tanto, Pablo da a entender que los apóstoles, y los ministros del Evangelio, tienen una relación, por un lado, con la Iglesia, y por el otro lado, con Cristo. Como dice Kistemaker: “Los apóstoles son siervos de la iglesia, pero la iglesia no es su amo. Los apóstoles fueron enviados por Jesucristo a servir a la iglesia, porque Jesús es su amo (3:5; cf. Hch. 26:16). Por esto, los miembros de la iglesia deben respetar a estos apóstoles que voluntaria y fielmente les sirven en nombre de Cristo y por mandato de Cristo”.

Además, los ministros son administradores de los misterios de Dios. Es decir, son como los mayordomos que tienen a cargo el cuidado de la casa. Los mayordomos respondían ante los amos por los bienes puestos bajo su cuidado, por lo tanto, Pablo y los demás apóstoles, y por extensión, todos los ministros del Evangelio, son subordinados de Cristo, superintendentes que trabajan para Dios.

De manera que estos ministros son mayordomos de los misterios de Dios, es decir, de la revelación de Dios en Jesucristo. Ellos tienen la responsabilidad de interpretar y exponer la Palabra de Dios a las iglesias locales, de predicar el Evangelio, de fortalecer la fe de los creyentes, y de edificar a la iglesia a través de la obra del Espíritu Santo.

En consecuencia, los ministros deben ser fieles. “Ahora bien, se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel” (v. 2).

Los cristianos corintios valoraban la elocuencia, la retórica, la personalidad; pero Pablo dice que lo principal que se debe juzgar es la fidelidad de los ministros, ¿Fidelidad a qué? Al oficio que Jesús les ha asignado, fidelidad a la predicación de la Palabra, fidelidad a la presentación del Evangelio. Este es el primer requisito de un mayordomo: que sea fiel a su amo.

El ministro debe ser fiel a Jesucristo, su Señor, debe deponer todo interés personal, y ser leal hasta la muerte. Obvio, este requisito también se espera de todo creyente.

Por lo tanto, quien finalmente juzgará a los ministros es Dios mismo. “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor” (v. 3-5).

Pablo no está hablando con arrogancia, sino con humildad, pues, él está haciendo una comparación entre el juicio de los hombres y el juicio de Dios.

Pablo está dispuesto a ser juzgado por la iglesia de Corinto y por cualquier otra, como realmente sucedió, pues, él fue juzgado con dureza por muchos miembros de estas iglesias. Algunos cuestionaban su apostolado, otros lo tildaban de ser muy duro, otros de ser muy condescendiente, otros de que él no era un buen pastor; en fin, él dice que el juicio o el examen o el interrogatorio de los hermanos era algo insignificante frente al juicio del Juez de toda la tierra.

Incluso, si es llevado ante un tribunal humano, ante el César, eso no era nada comparado con el examen que el Señor hace y la rendición de cuentas que todo ministro tendrá que presentar delante del Juez Supremo.

Pablo ni siquiera confía en su propio juicio, pues, “él no es lo suficientemente objetivo como para evaluar sus propios pensamientos, palabras y obras. Por lo tanto, le deja a Dios la tarea de juzgar, quien es el único capaz de ser un juez imparcial”.

Ahora, Pablo no está diciendo que no puede ser evaluado por la iglesia o por la justicia humana, pues, él aquí no está hablando del juicio sobre las acciones humanas, las cuales debían ser evaluadas con cierta periodicidad, sino de su apostolado, cuyo juicio solo le pertenece a Dios.

Igualmente, cuando dice que no tiene mala conciencia, significa que él no es consciente de alguna falta en lo que tiene que ver con su apostolado, no que no haya pecado, sino que en lo que respecta a su ministerio ha sido fiel al Señor y ha trabajado con sinceridad.

No obstante, él sabe que aunque su conciencia no lo acuse esa no es la base de la justificación, sino que él descansa en la obra perfecta de Jesús.

Por eso concluye esta sección afirmando: Pero el que me juzga es el Señor. Jesús es el Juez porque él cumplió perfectamente la Ley de Dios (Mt. 5:17), además, Jesús fue quien comisionó a Pablo para ser apóstol a los gentiles, él lo envió, por lo tanto a él le tendrá que rendir cuentas un día. Jesús envía, supervisa y evalúa a sus siervos.

“Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (v. 5).

En este pasaje el apóstol exhorta a los cristianos corintios a no adelantarse al juicio del Señor, en el día final, cuando Jesús regrese a su pueblo. Entonces, y solo entonces, el Señor, siendo el Juez que todo lo escudriña, sacará a luz la obra de cada uno, y el examen será tan minucioso que hasta las intenciones de los corazones de sus hijos serán descubiertas.

Por lo tanto, deben cesar las críticas, debe cesar el juicio. Ahora, no se trata de no juzgar absolutamente, pues, “cuando un pastor o maestro deja de apegarse a la verdad de la Palabra de Dios y vive y enseña lo que es contrario a las Escrituras, la iglesia está en el deber de juzgarlo. Pero Pablo les prohíbe que critiquen a la persona cuya conducta y enseñanza están en armonía con la Biblia”.

No obstante, si amamos la salud de nuestras almas, debemos evitar juzgar las intenciones de los demás, pues, estas solo las conoce Dios y la persona misma. Debemos evitar usar expresiones como: “Yo sé por qué lo hizo”, “me imagino cuáles son sus intenciones”, en todo lo que respecta a nuestros hermanos en la fe. Al evitar constituirnos en jueces de aquellas cosas que solo Dios puede ver, no caeremos en el pecado de los juicios injustos, y seremos librados de muchos castigos divinos.

y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios . Al final, cuando Dios juzgue a sus hijos, cada uno recibirá la alabanza que merece la obra de Su gracia en los corazones de los creyentes. Dios mismo mostrará todo lo que el Evangelio hizo en la vida de los creyentes, y los que nos atrevimos a juzgar apresuradamente seremos avergonzados.

 

2. La humildad del ministro (v. 6-8)

“Pero esto, hermanos, lo he presentado como ejemplo en mí y en Apolos por amor de vosotros, para que en nosotros aprendáis a no pensar más de lo que está escrito, no sea que por causa de uno, os envanezcáis unos contra otros. Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también juntamente con vosotros!” (v. 6-8).

Tanto Pablo como Apolos habían dado ejemplo de humildad a los creyentes. Ellos no se habían jactado de nada, excepto de la cruz de Cristo. Pablo no juzgaba el ministerio de Apolos ni viceversa. Ellos confiaban en el Señor y se esforzaban, bajo la gracia, en llevar ministerios fieles al Señor y a su Palabra.

Por lo tanto, ninguno de los corintios debía jactarse de pertenecer al partido de Pablo o al partido de Apolos. Esas divisiones debían desaparecer. Los creyentes debían imitar a Pablo y Apolos en su fidelidad a las Escrituras, lo cual les llevaría a ser humildes.

Y con el fin de llevarlos a la humildad les formula tres preguntas retóricas:

Primera: ¿Quién te distingue? ¿Quién te diferencia de los demás? Nadie. Es decir, ¿quién te asignó ese supuesto rango superior que pretendes tener en la iglesia? Nadie. Ni Pablo, ni Apolos, ni Cefas habían creado ningún partido en la iglesia. Y mucho menos Dios les había concedido semejante arrogancia.

Segunda, ¿o qué tienes que no hayas recibido? Nada. Tanto las cosas materiales que tenemos, como las bendiciones espirituales, dones y talentos; todo esto viene del Señor, por lo tanto, nada es nuestro, no tenemos capacidad para producir nada bueno por nosotros mismos. Estamos en deuda con Dios, y debemos alabarle por todo lo recibido. Así mortificamos la jactancia y el orgullo.

Tercera, ¿Por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? No hay razón para ello, pues, si una persona recibe un regalo, está obligada a dar las gracias. “Si Dios concede su gracia, su pueblo se convierte en el recipiente de incontables bendiciones. Al depender completamente de Dios, nunca dirán que sus bienes los tienen por su propio esfuerzo”.

Luego Pablo reprende la autosuficiencia de esta iglesia, pues, les dice: Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. Pero la verdad es que todo esto es producto del orgullo, pues, en realidad, ellos no están saciados, ni son ricos, ni están reinando. Pero el orgulloso espiritual se engaña a sí mismo, pues, en realidad, es muy pobre y necesitado de la ayuda de otros creyentes.

Por lo tanto, de manera irónica, el apóstol les dice: Ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también juntamente con vosotros. Mientras que Pablo y Apolos fueron los que les enseñaron a ellos el evangelio del Reino, ahora ellos se creen independientes como si ya no necesitasen a estos siervos, engañandose así mismos, ahora se consideraban reyes. Pero resulta que el Señor no ha regresado todavía, y mientras Pablo y Apolo esperan la venida del Señor, estos orgullosos creyentes vivían como si ya estuviesen en el estado eterno de gloria.

¡Qué ejemplo de humildad la de estos ministros!

 

3. La humillación del ministro (v. 9-13)

“Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres” (v. 9).

Aquí presenta un contraste muy instructivo, con el fin de mostrar el altivo orgullo de los corintios: Mientras ellos estaban jactándose de los hombres, creando partidos dentro de la iglesia, volviendo celebridades a sus propios predicadores, ufanándose de que unos seguían a Pablo, otros a Apolos, otros a Cefas; como si ellos ya reinarán en los cielos; los apóstoles estaban sufriendo por llevar el evangelio a todas las naciones, sufrían al ver el pecado y la mundanalidad de muchos miembros de la iglesia, padecían por Cristo.

Los unos estaban ufanados y los otros humillados. Por cierto, los apóstoles estaban en la cima de la autoridad terrena de la iglesia, ellos habían sido comisionados por Cristo para ello; pero, este, el más importante oficio, los había convertido en objetivo militar del diablo y del mundo.

Ellos eran como los últimos en el desfile victorioso del Señor, eran los condenados a muerte, eran los perseguidos por las autoridades, eran el objeto de burla de la filosofía. Eran el espectáculo del mundo. Hacía poco en Éfeso lo querían matar.

Los hombres se ríen de ellos y los desprecian, mientras que los ángeles observan todo esto para reportarlo a Dios.

Los verdaderos ministros de Cristo no promueven las divisiones ni los partidismos. No buscan seguidores para ellos mismos, seguidores que los alaben y admiren, sino que expanden el reino de Cristo por medio de la predicación fiel del Evangelio, aunque eso implique ser despreciados.

El apóstol continúa con este contraste lleno de ironía, pero de mucha ayuda para una iglesia orgullosa: “Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, mas vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, más vosotros fuertes; vosotros honorables; mas nosotros despreciados” (v. 10).

Los apóstoles fieles son necios o insensatos, mientras que la iglesia orgullosa es prudente.

Los apóstoles fieles son débiles, mientras que la iglesia orgullosa es fuerte.

Los apóstoles fieles son despreciados, mientras que la iglesia orgullosa es honorable.

Los cristianos corintios tenían los valores del mundo, no los del reino; pues, ellos buscaban la gloria y el reconocimiento a través de los medios mundanos; pero los apóstoles la buscaban conforme a los valores del Reino.

Los apóstoles se hicieron necios para el mundo al arriesgar sus vidas predicando el evangelio que parecía necedad a los griegos y locura a los judíos; pero en realidad eran sabios al hacerlo. Mientras que los creyentes corintios eran necios e insensatos al querer mezclar filosofía con el Evangelio.

Los apóstoles eran como débiles frente a los hombres, pues, dependían en todo del poder de la fuerza del Señor, y predicaban con temor y temblor; mientras que los corintios se consideraban fuertes porque confiaban en sus partidismos divisionistas; cuando en realidad mostraban así su debilidad pecaminosa.

Los apóstoles eran despreciados por la sociedad mundana e incrédula, debido a que ellos predicaban y vivían conforme a los mandatos de Cristo, mientras que los corintios se jactaban de su honorabilidad mundana. Pero cuando ellos mezclaban el evangelio con las actitudes y prácticas mundanas acumulaban vergüenza sobre sí mismos.

“Hasta esta hora padecemos hambre, tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos” (v. 11-12ª). Ahora deja la ironía y pasa a describir cómo viven los verdaderos apóstoles de Cristo, no para despertar compasión hacia ellos, sino para mostrarles que debido a la humillación en la que los ministros de Cristo viven, es absurdo dividir la iglesia por formar partidos alrededor de ellos:

La vida de un siervo de Cristo no es color de rosas, pues, algunos, en especial los misioneros o los que inician nuevas iglesias en sitios donde no hay presencia cristiana, deben padecer muchas necesidades materiales, son despreciados, son objeto de burla y execración de parte de los incrédulos; y algunos deben, además de servir al Señor en la predicación y el pastoreo, tener un empleo o un medio de producción económica, ya que no tienen sustento de parte de la iglesia.

Pablo mismo dirá que por causa de Cristo ha sufrido azotes, encarcelamientos, alborotos, naufragios, hambre, sed, frío, peligros de muerte. Pero ahora se le suma el desprecio de algunos hermanos de las Iglesias.

“Nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (v. 12b-13). Los ministros deben ser fieles seguidores de Jesús, quienes le imitan en la forma cómo responden ante los agravios del mundo. Al igual que Jesús, si los maldicen, ellos responden con bendición, haciendo el bien a aquellos que le hacen el mal.

Si tienen que sufrir persecución, afrentas y ofensas; las soportan, orando al Señor para que tenga misericordia de esos malhechores. Si sufren difamaciones y burlas, ya sea de los de afuera, o murmuraciones de los miembros de la iglesia, oran al Señor para que bendiga a esas personas.

La vida de un ministro no es sencilla, está llena de muchos dolores y aflicciones, cada uno lleva muchas cargas por los incrédulos y por los creyentes.

Pero todo esto lo soportan, y continúan sirviendo con gozo al Señor que los llamó, porque al final recibirán una gran recompensa, si fueron fieles en el ministerio

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Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellín, Colombia desde 2010. Posee una Licenciatura en Filosofía, Maestría en Estudios Teológicos y Doctorado en Ministerio. Fue director del Instituto Bíblico Reformado de Colombia y ha escrito varios libros.
Actualmente es el Presidente del Seminario Reformado Latinoamericano para Latinoamérica.

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