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La Presentación de la Sabiduría de Dios

“Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría, pues, me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (2:1-2).

Los corintios se habían dividido en partidos dentro de la iglesia debido a la filosofía griega y la costumbre sectarista que tenían las distintas escuelas filosóficas, pero ahora el apóstol le recuerda a esta fraccionada congregación que cuando él fue por primera vez a predicarles el evangelio, no lo hizo con palabras impresionantes de humana sabiduría, ni acudió a la filosofía ni a sus pensadores para adornar con retórica infructuosa su predicación.

El testimonio de Dios es el evangelio, y cuando Pablo lo predicaba no lo hacía como un filósofo, sino como un testigo. Es decir, él hablaba del Evangelio como aquel que lo ha visto, lo ha experimentado. Él no habla especulaciones, imaginaciones o deducciones personales. Él era un testigo de la revelación de Dios, la cual lo era todo para él, mientras que la sabiduría humana le era como nada.

El mismo Pablo luego le advierte a un pastor que tenga cuidado con lo que enseña, pues, “… el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia” (1 Tim. 4:1-2). Timoteo, como pastor, debía ocuparse en “la lectura, la exhortación y la enseñanza” (v. 13). Y luego le dice en 2 Ti. 4:1-2, “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo… que prediques la Palabra”. Esa es la tarea de todo predicador. Cualquier otro enfoque prostituye el púlpito.

Por lo tanto, el mensaje central del apóstol era Jesucristo, y este crucificado. No significa que Pablo no predicaba de toda la Biblia, sino que el eje central de su predicación, y el punto al cual quería llevar a su audiencia era a admirar, confiar y adorar a Jesucristo, quien dio su vida para salvar al pecador. Pues, si primero no aceptamos la revelación que Jesús nos dio en la cruz, será imposible aceptar salvadoramente cualquier otra verdad. El que no cree en Jesús crucificado, no cree efectivamente en ninguna otra verdad de la Palabra.

“Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (v. 3-4).

Cuando el apóstol fue por primera vez a predicar el evangelio a Corintio, había sufrido previamente persecuciones, al ser encarcelado en Filipos, al tener que huir de Tesalónica y Berea, y ser objeto de burla en Atenas. Luego llega a una de las ciudades con más corrupción moral, Corinto, donde sin temor alguno predica el mismo evangelio que iba anunciando por todas partes.

Pero, si fue rechazado en ciudades no tan famosas por su pecado como Corinto, cuya práctica del mal se había vuelto un refrán en el resto del mundo pagano, tanto que usaban la expresión “corintianizado”, para hablar de una persona que se había degenerado moralmente como los corintios; el apóstol fue allí con temor y temblor porque temía que sus ciudadanos rechazaran el Evangelio y se condenaran para siempre.

Él no tenía miedo de predicar a Cristo, ni temblaba frente a la adversidad; sino que sufría al ver cómo en todas partes se rechazaba el único mensaje que podía dar salvación al hombre.

Pero cuando les predicó el evangelio no lo hizo con una retórica impresionante, ni trató de persuadirlos a través de elementos emocionales, o actuaciones manipuladoras. No, si Pablo hubiese hecho eso, tal vez hubiese “ganado” más personas, pues, somos muy manipulables, pero el verdadero evangelio no hace eso, queremos que la gente crea por convicciones personales que obra el Espíritu Santo a través de la sencilla y fiel predicación del evangelio.

Se dice que Jonathan Edwards “leía sus sermones para no sentirse culpable de usar técnicas de persuasión humana y conseguir así una respuesta”[1]. Por cierto, el apóstol Pablo, habiendo sido adiestrado por el famoso Gamaliel, debía poseer grandes cualidades oratorias, y una poderosa sabiduría humana; pero él no acudió ni confió en esas cosas.

Él no quería que sus oyentes confiaran en la sabiduría y la elocuencia o la personalidad paulina, sino que fueran impactados y transformados por la sabiduría de Dios en Cristo, y nada más. Por eso concluye diciendo: “Para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (v. 5).

De allí que podemos decir, cuán tonto e infructuoso es que el predicador trate de adornar su predicación con palabras grandilocuentes, conceptos enmarañados y lógicas enrevesadas o complejas, con el fin de impresionar a la audiencia; eso no sirve de nada para hacerle bien al alma del oyente, antes, hace que ponga su mirada en las grandes capacidades y elocuencia del predicador; pero esto no lo salvará ni lo transformará.

El predicador que confía en el poder de Dios se limita a predicar el evangelio, de la manera más sencilla posible, que hasta los niños o los ancianos o los campesinos puedan comprenderlo, y cuando el predicador no acude a recursos retóricos, emotivos o manipuladores; deja lugar al poder de Dios para que obre la salvación en los que él desea salvar.

[1] Macarthur, John. Primera Corintios. Página 79

Presidente en Seminario Reformado Latinoamericano | Website | + posts

El Pastor Julio C. Benítez posee una Licenciatura en Filosofía, una Maestría en Estudios Teológicos y un Doctorado
en Ministerio. Ha sido pastor en la Iglesia la Gracia de Dios desde el año 2010, y por más de 15 años fue director del Instituto Bíblico Reformado de Colombia en convenio con el Miami International Seminary. Ha escrito varios libros: Las riquezas de Su gracia (Efesios), Cómo plantar iglesias bíblicas locales, la querra espiritual desde una perspectiva reformada, Cómo detectar a los faltos maestros (Judas); entre otros.
Actualmente colabora como presidente del Seminario Reformado Latinoamericano

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